1. julio, 2012 Autor: Red Voltaire Opinión
La propaganda occidental sigue caricaturizando la posición de Rusia
respecto de la crisis siria: acusa a Moscú de respaldar a Damasco por razones
puramente mercantiles, e incluso por simple solidaridad criminal. Serguei
Lavrov, jefe de la diplomacia rusa, responde que la oposición armada al régimen
sirio es ilegal, sectaria y está financiada y armada desde el exterior
Sergéi Lavrov*/Red Voltaire
A lo largo del año y medio transcurrido, los acontecimientos que han
venido produciéndose en el Norte de África y en Oriente Medio han ocupado un
lugar preponderante entre los temas políticos que forman parte del orden del
día a nivel mundial. Frecuentemente se les califica incluso como el episodio
más sobresaliente de la vida internacional en este joven siglo XXI. Algunos
expertos hablan desde hace tiempo de la fragilidad de los regímenes
autoritarios de los países árabes y de las potenciales confrontaciones sociales
y políticas.
Sin embargo, era difícil predecir la envergadura y la velocidad de la
ola de cambios que ha alcanzado la región. Como colofón de la crisis que afecta
la economía mundial, estos acontecimientos han demostrado claramente que el
proceso que conduce al surgimiento de un nuevo sistema internacional ha entrado
en un periodo de turbulencia.
A medida que importantes movimientos sociales iban apareciendo en los
países de la región, se hacía más urgente –tanto para los actores exteriores
como para la comunidad internacional en su conjunto– saber cuál sería la
política a seguir. Numerosas discusiones de expertos sobre el tema, y más tarde
las acciones concretas emprendidas por los Estados y las organizaciones
internacionales, resaltaron dos enfoques principales: uno consiste en ayudar a
los pueblos árabes a decidir su destino por sí mismos y el otro consiste en
tratar de crear una nueva realidad política en función de lo que se quiere
obtener, aprovechando para ello el debilitamiento de las estructuras estatales
que desde hace tiempo ya resultaban demasiado rígidas. La situación sigue
evolucionando rápidamente, lo cual obliga a quienes desempeñan un papel de
primer plano en los asuntos regionales a consolidar sus esfuerzos, en vez de
dispersarlos en diferentes direcciones, como harían los personajes de un cuento
de Ivan Krylov.
Permítanme retomar aquí los argumentos que habitualmente desarrollo
sobre la evolución de la situación en el Oriente Medio. Primero que todo, junto
a la mayoría de los pueblos del mundo, Rusia favorece las aspiraciones de los
pueblos árabes a una vida mejor, a la democracia y a la prosperidad, y está
dispuesta a apoyar esos esfuerzos. Es por ello que acogimos favorablemente la
iniciativa de la Asociación de Deauville, durante la Cumbre del Grupo de los
Ocho (G8) en Francia. Nos oponemos firmemente al uso de la violencia en el
marco de los cambios que están produciéndose en los países árabes, sobre todo
la violencia contra los civiles. Sabemos perfectamente que la transformación de
una sociedad es un proceso complejo y generalmente largo que raramente se
desarrolla sin sobresaltos.
Rusia conoce probablemente mejor que la mayoría de los demás países el
verdadero precio de las revoluciones. Estamos perfectamente conscientes de que
los cambios revolucionarios vienen siempre acompañados de reveses sociales y
económicos, de pérdida de vidas humanas y de sufrimientos. Es precisamente por
ello que defendemos una óptica evolutiva y pacífica para la puesta en marcha de
los cambios que desde hace mucho se esperan en Oriente Medio y en el Norte de
África.
Dicho esto, ¿cuál debe ser la respuesta ante la posibilidad de que el
forcejeo entre las autoridades y la oposición tome la forma de una
confrontación violenta y armada? La respuesta parece evidente: los actores
exteriores deben hacer todo lo posible, por un lado, para poner fin al derramamiento
de sangre, y por otro lado, para respaldar un compromiso que implique a todas
las partes en conflicto. Cuando decidimos apoyar la resolución 1970 del Consejo
de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y no poner
objeción alguna a la resolución 1973 sobre Libia, estimábamos que aquellas
decisiones contribuirían a limitar el uso excesivo de la fuerza y que servirían
de base a un arreglo político del conflicto.
Desgraciadamente, las acciones que los países miembros de la Organización
del Tratado Atlántico Norte (OTAN) emprendieron en el marco de aquellas
resoluciones condujeron a una grave violación de las mismas, y a proporcionar
apoyo a uno de los beligerantes de la guerra civil, con vistas a derrocar el
régimen existente, menoscabando de paso la autoridad del Consejo de Seguridad.
A quienes conocen la política no hace falta explicarles que el diablo
se esconde detrás de los detalles, y que las soluciones drásticas que
implican el uso de la fuerza no pueden conducir a un arreglo viable a largo
plazo. En las actuales circunstancias, en que la complejidad de las relaciones
internacionales ha aumentado considerablemente, se hace evidente que el uso de
la fuerza para resolver los conflictos no tiene la menor posibilidad de
prosperar, abundan los ejemplos de ello. Citaremos sobre todo la complicada
situación existente en Irak y la crisis en Afganistán que aún se halla lejos de
terminar.
Numerosos elementos indican, por otra parte, que después del
derrocamiento de Muammar al-Gadafi, Libia está lejos de hallarse en una
situación favorable. La inestabilidad incluso se ha propagado más allá de ese
país, hacia el Sahara y la región del Sahel, engendrando un dramático
empeoramiento de la situación en Mali.
Otro ejemplo es Egipto, país que está lejos de haber llegado a puerto
seguro, a pesar de que el cambio de régimen no estuvo acompañado allí de
importantes brotes de violencia y de que Hosni Mubarak, quien gobernó el país
durante más de 30 años, dejó el palacio presidencial por voluntad propia a raíz
del comienzo de los movimientos de protesta. ¿Cómo es posible no inquietarse,
entre otros problemas, ante las informaciones que mencionan un aumento de los
enfrentamientos confesionales y de las violaciones de los derechos de la
minoría cristiana?
Todo ello indica que existen razones más que suficientes para adoptar el
más equilibrado de los enfoques en lo tocante a la crisis siria, que es hoy en
día la más aguda de la región. Después de lo sucedido en Siria, era evidente
que no se podía seguir al Consejo de Seguridad de la ONU en la toma de
decisiones que no sean lo suficientemente explícitas y que permitan que los
responsables de su aplicación actúen como les parezca. Todo mandato otorgado en
nombre de la comunidad internacional en su conjunto debe ser lo más claro y
preciso posible en aras de evitar la ambigüedad. También es importante entender
lo que realmente está sucediendo en Siria y cómo ayudar a ese país a atravesar
esta dolorosa etapa de su historia.
Por desgracia, son muy escasos los análisis calificados y honestos sobre
los acontecimientos en Siria y sus consecuencias posibles. En su lugar aparecen
muy a menudo imágenes primitivas y clichés de propaganda en
blanco y negro. Hace meses que las principales fuentes de noticias
internacionales vienen reproduciendo artículos sobre un régimen dictatorial y
corrupto que aplasta brutalmente la aspiración de libertad y democracia de su
propio pueblo.
No parece, sin embargo, que los autores de esos artículos se hayan
tomado el trabajo de preguntarse cómo es posible que el gobierno haya logrado
mantenerse en el poder sin apoyo popular desde hace más de un año, a pesar de
las amplias sanciones que le imponen los principales socios económicos del
país. ¿Cómo es que, a pesar de todo, la mayoría de los soldados siguen siendo
leales a sus superiores? Si la única explicación es el miedo, ¿cómo es entonces
que ese mismo miedo no ha beneficiado a otros regímenes autoritarios?
Hemos declarado varias veces que Rusia no defendía el régimen que
actualmente ejerce el poder en Damasco y que no existía ninguna razón política,
económica o de otro tipo para que lo hiciera. Nunca hemos sido un socio
comercial o económico importante para ese país, cuyo gobierno se ha comunicado principalmente
con las capitales de los países de Europa occidental.
No por ello es menos evidente, tanto para nosotros como para los demás,
que la principal responsabilidad por la crisis que sacude al país recae en el
gobierno sirio, que fracasó en cuanto a tomar el camino de la reforma en su
debido momento o en sacar las conclusiones de los profundos cambios que están
teniendo lugar en materia de relaciones internacionales. Todo eso es cierto.
Pero existen también otros hechos. Siria es un Estado multiconfesional. En ese
país viven, además de musulmanes y chiítas, tanto alauitas como ortodoxos y
cristianos de otras confesiones, así como drusos y kurdos. Durante estas
últimas décadas de predominio laico del partido Baas, en Siria se respetó la
libertad de conciencia y las minorías temen que si se destruye el régimen
también se destruya esa tradición.
Cuando decimos que hay que escuchar esas inquietudes y tenerlas en
cuenta, nos acusan a veces de asumir posiciones equivalentes a posturas
contrarias a los sunnitas y, más generalmente, antiislámicas. Nada más lejos de
la verdad. En Rusia, gente de confesiones diversas, mayormente cristianos
ortodoxos y musulmanes, viven juntos desde hace siglos. Nuestro país nunca ha
librado una guerra colonial en el mundo árabe. Lo que sí ha hecho, por el
contrario, es respaldar la independencia de las naciones árabes y el derecho de
esas naciones a un desarrollo independiente. Y Rusia no tiene la menor
responsabilidad en cuanto a las consecuencias de la dominación colonial, que se
caracterizó por los trastornos causados a las estructuras sociales, trastornos
que dieron lugar a tensiones que aún persisten.
Mi intención es otra: si hay miembros de la sociedad que se sienten
inquietos ante la posibilidad de que aparezca algún tipo de discriminación
basada en la religión y en la nacionalidad de origen, hay que ofrecer a esas
personas las garantías necesarias según los estándares humanitarios
internacionales generalmente aceptados.
El respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales ha
sido históricamente, y sigue siendo un importante problema para los Estados de
Oriente Medio y es además una de las causas principales de las “revoluciones
árabes”.
Sin embargo, Siria nunca apareció como un mal alumno en
esta región, gracias a su nivel de libertades cívicas muchísimo más elevado que
el de ciertos países que hoy pretenden dar lecciones de democracia al gobierno
de Damasco. En una de sus más recientes ediciones, la publicación mensual
francesa Le Monde Diplomatique presentó una cronología de las
violaciones de los derechos humanos cometidas por un gran Estado en Oriente
Medio, cronología que incluía entre otras cosas la aplicación de 76 condenas a
muerte sólo durante 2011, esencialmente por acusaciones de brujería. Si
realmente queremos promover el respeto de los derechos humanos en Oriente
Medio, tenemos que dar a conocer abiertamente ese objetivo. Si proclamamos que
nuestra principal preocupación es poner fin al derramamiento de sangre,
entonces tendríamos que concentrarnos precisamente en eso. En otras palabras,
tenemos que ejercer presión para obtener primeramente un cese del fuego y para
promover luego el inicio de un diálogo entre los sirios con la participación de
todas las partes, diálogo tendiente a negociar una fórmula de arreglo pacífico
de la crisis por parte de los propios sirios.
Rusia ha estado expresando esos mensajes desde los primeros días de los
disturbios en Siria. A nosotros, y creo que también a toda persona con
suficiente información sobre Siria, nos parecía bastante evidente que ejercer
presión para expulsar de inmediato a Bachar al-Assad, en contra de los deseos
de un considerable sector de la sociedad siria que estima que ese régimen
garantiza su seguridad y su bienestar, equivaldría a sumir el país en una
guerra civil sangrienta y prolongada. Los actores exteriores responsables
deberían ayudar a los sirios a evitar esa situación y estimular la adopción de
reformas evolutivas en lugar de las revolucionarias, dentro del sistema
político sirio; ello a través de un diálogo nacional, en lugar de recurrir a la
presión exterior.
Si se tienen en cuenta las realidades actuales de Siria, no queda otro
remedio que reconocer que el apoyo unilateral a la oposición, sobre todo al más
belicoso de sus componentes, no conducirá ese país a la paz en un futuro
próximo y entrará por lo tanto en contradicción con el objetivo de proteger a
la población civil. Es decir, lo que parece prevalecer en esa decisión son los
esfuerzos tendientes a provocar en Damasco un cambio de régimen en el marco de
una estrategia geopolítica regional mucho más amplia. No cabe duda que el blanco de
esos proyectos es Irán, cuando se sabe que un importante grupo de países, entre
los que se encuentran Estados Unidos, otros países miembros de la OTAN, Israel,
Turquía y algunos Estados próximos, parecen interesados en debilitar la
posición de ese país [Irán] en la región.
La posibilidad de un ataque militar contra Irán es un tema ampliamente
debatido en este momento. Yo insisto constantemente en el hecho de que esa
opción tendría graves consecuencias, por no decir catastróficas. El intento de cortar
con la espada el nudo gordiano de viejos problemas está condenado al
fracaso. Recordemos en ese sentido que la invasión militar de Estados Unidos
contra Irak fue considerada en el pasado como una “oportunidad única” de
transformar de manera rápida y decisiva las realidades política y económica del
“Oriente Medio Ampliado” transformándolo en una región alineada con el “modelo
europeo” de desarrollo.
Aún haciendo abstracción de las cuestiones vinculadas con Irán, resulta
evidente que el hecho de estimular los desórdenes dentro de Siria puede
desencadenar procesos que tendrían un impacto sobre la situación de un vasto
territorio alrededor de ese país y sería un efecto negativo, con consecuencias
devastadoras tanto para la seguridad regional como para la seguridad
internacional. Entre los factores de riesgo se encuentran la pérdida de control
sobre la frontera entre Israel y Siria, la agravación de la situación en Líbano
y en otros países de la región con armas que caerían en “manos indebidas”,
sobre todo de organizaciones terroristas y, probablemente lo más peligroso
sería una agravación de las tensiones interconfesionales en el mundo árabe
islámico.
Si nos remontamos a la década de 1990, Samuel Huntington señalaba en su
ensayo El choque de civilizaciones la tendencia de la noción
de identidad, basada en la civilización y la religión, a ganar importancia en
la era de la globalización. Por otro lado, el propio Huntington demostraba de
manera convincente la relativa disminución de la capacidad del Oeste histórico
para extender su influencia. Es cierto que sería exagerado tratar de elaborar
un modelo de relaciones internacionales modernas basándose únicamente en esos
postulados. Hoy, sin embargo, es imposible ignorar esa tendencia. La sostiene
toda una serie de factores diferentes, sobre todo la existencia de fronteras
nacionales menos herméticas, la revolución de la información que ha puesto de
relieve la desigualdad socioeconómica y el creciente deseo de los pueblos de
preservar su identidad en tales circunstancias y de evitar caer en la lista
histórica deespecies en riesgo de extinción.
Las revoluciones árabes muestran sin duda una voluntad de regresar a las
raíces de la civilización; voluntad que se expresa a través de una amplia
adhesión popular a los partidos y movimientos que actúan bajo el estandarte del
Islam. Esa tendencia se manifiesta no sólo en el mundo árabe. Pudiéramos
mencionar también a Turquía, que se posiciona más activamente como actor
importante en la esfera islámica y en la región que la rodea. Varios países
asiáticos, Japón entre ellos, defienden su identidad con más fuerza.
Este tipo de situación demuestra aún más que un esquema binario simple
(por no decir simplista) proveniente de la época de la Guerra Fría, descrito en
términos de paradigmas Este-Oeste, capitalismo-socialismo, Norte-Sur, viene a
reemplazar una realidad geopolítica multidimensional que no deja lugar a la
identificación de un único factor dominante en ningún sector, ya sea en materia
de economía, de política o de ideología.
Ya no queda duda de que, en el marco ampliado que define el desarrollo
de la mayoría de los Estados y que se caracteriza por la existencia de un
gobierno democrático y de una economía de mercado, cada país escogerá de forma
independiente su propio modelo político y económico, dejando a las tradiciones
el lugar que deben ocupar, así como a su propia cultura y a la historia. Como
consecuencia de ello, el factor de identidad basada en la civilización
seguramente ejercerá una influencia más importante sobre las relaciones
internacionales.
En el plano práctico de la política, estas conclusiones sólo pueden
sugerir una cosa: los intentos tendentes a imponer su propio conjunto de
valores son totalmente inútiles y sólo pueden conducir a un peligroso
empeoramiento de las tensiones entre las civilizaciones. Lo cual no implica en
lo más mínimo que tengamos que renunciar por completo a influirnos unos a otros
y a promover una buena imagen de nuestro país en la escena internacional.
Sin embargo, esto habría que hacerlo recurriendo a métodos honestos y
transparentes que estimulen la difusión de la cultura, la educación y la
ciencia nacionales, pero respetando a la vez totalmente las civilizaciones de
los demás pueblos, como medida de protección de la diversidad nacional y de
aprecio por el pluralismo en los asuntos internacionales.
Se ve claramente que las esperanzas de aplicar las tecnologías de
vanguardia a favor de la divulgación de la información y de la comunicación,
sobre todo en las redes sociales, como medio de cambiar la mentalidad de otros
pueblos creando de hecho una nueva realidad, están condenadas a fracasar a
largo plazo. En el actual mercado de las ideas la oferta está demasiado
diversificada y la aplicación de métodos virtuales no puede engendrar otra cosa
que una realidad virtual, a menos que nos dejemos conquistar por una mentalidad
similar a la del Big brother de George Orwell. Y en ese caso podemos renunciar
de entrada a toda la noción de democracia, no sólo en los países sometidos a
ese tipo de influencia sino también en los mismos países que la ejercen.
El desarrollo de una escala universal de valores y de preceptos morales
se convierte en una cuestión política de primer plano. Esa escala podría sentar
las bases de un diálogo respetuoso y fructífero entre las civilizaciones; de un
diálogo basado en el interés común, que es la reducción de la inestabilidad que
acompaña la creación de un nuevo sistema internacional, y que tendría como
objetivo final el establecimiento de un orden mundial sólido, eficaz y
multipolar. En esa perspectiva, sólo podemos garantizar el éxito excluyendo los
enfoques en blanco y negro, lo cual implica abordar tanto la
cuestión de las exageradas preocupaciones sobre los derechos de la minorías
sexuales como, por el contrario, los esfuerzos tendentes a dar nuevamente un
carácter político a estrechos preceptos morales que sólo darían satisfacción a
un sólo grupo mientras que violarían los naturales derechos de otros
ciudadanos, en particular a los de otras confesiones.
Las crisis, en las relaciones internacionales, alcanzan un cierto límite
que no se puede traspasar sin poner en peligro la estabilidad del mundo. Es por
ello que el trabajo tendente a apagar “los incendios” regionales, incluyendo
los conflictos internos de los Estados, debería realizarse con el mayor respeto
posible, sin la aplicación de ningún doble rasero. El uso del
“garrote de las sanciones” siempre conduce al punto muerto. Todas las partes
implicadas en los conflictos internos deben tener la garantía de que la
comunidad internacional formará un frente unido y actuará conforme a principios
estrictos para poner fin a la violencia lo más rápidamente posible y alcanzar
una solución mutuamente aceptable a través de un diálogo que implique a todas
las partes.
Ante las crisis internas, Rusia obedece única y exclusivamente a esos
principios, lo cual explica nuestras posiciones sobre la situación en Siria. Es
por ello que hemos aportado nuestro total y sincero respaldo a la misión del
enviado especial de la ONU y la Liga Árabe, Kofi Annan, tendente a lograr un
compromiso mutuamente aceptable tan rápidamente como sea posible. Las
declaraciones de la presidencia y las resoluciones del Consejo de Seguridad de
la ONU sobre ese tema reflejan los enfoques que hemos venido defendiendo desde
el comienzo de los desórdenes en Siria. Esas ideas se reflejan además en
nuestra declaración conjunta del 10 de marzo de 2012 con la Liga Árabe.
Si lográsemos aplicar en Siria esos enfoques, éstos podrían convertirse
en un modelo de asistencia internacional a la resolución de futuras crisis.
La base de los “seis principios” de Kofi Annan es garantizar el fin de
la violencia, venga de quien venga, e iniciar un diálogo político dirigido por
Siria y cuyo objetivo no será otro que responder a las preocupaciones y
aspiraciones del pueblo sirio. El objetivo de ese diálogo sería lograr en Siria
una nueva configuración política que tendría en cuenta los intereses de todos
los grupos que conforman su sociedad multiconfesional.
Hay que estimular la preparación y la aplicación de acuerdos destinados
a resolver el conflicto sin ponerse del lado de nadie. Hay que recompensar a
quienes respetan esos acuerdos y nombrar claramente a quienes se oponen al
proceso de paz. Para lograrlo, es indispensable un mecanismo de observación, y
ese mecanismo se estableció conforme a las resoluciones 2042 y 2043 del Consejo
de Seguridad de la ONU. Observadores militares rusos forman parte del equipo
internacional de observación.
Por desgracia, el proceso de aplicación del plan de Kofi Annan para
Siria está enfrentando grandes dificultades. El mundo se ha conmovido ante las
masacres de civiles desarmados, como la tragedia que se desarrolló el 25 de
mayo de 2012 en el poblado de Hula y los terribles hechos de violencia
registrados posteriormente en los alrededores de Hama. Es importante aclarar
quiénes son los responsables de esos hechos y castigarlos. Nadie tiene derecho
a usurpar el papel de juez y a utilizar esos trágicos hechos para alcanzar sus
propios objetivos políticos. Renunciar a tales intentos permitirá poner fin a
la espiral de violencia en Siria.
Se equivocan quienes afirman que Rusia “está salvando” a Bachar
al-Assad. Yo quiero insistir en el hecho de que es el propio pueblo sirio quien
escoge el sistema político y a los dirigentes de su país. De ninguna manera
estamos tratando de ocultar los numerosos errores y malos cálculos de Damasco,
sobre todo en lo tocante al uso de la fuerza contra manifestaciones pacíficas
al principio de la crisis.
En nuestra opinión, lo primordial no es saber quién ocupa el poder en
Siria. Lo que sí es fundamental es poner fin a las muertes de civiles e iniciar
un diálogo político en condiciones en que todos los actores externos respeten
la soberanía, la independencia y la integridad del país. No se puede justificar
ningún tipo de violencia. El bombardeo de zonas residenciales por las tropas
gubernamentales es inaceptable, pero esa condena no debe implicar que seamos
indulgentes ante los actos de terrorismo perpetrados en las ciudades sirias,
ante los asesinatos cometidos por los insurgentes que se oponen al régimen,
incluyendo a los miembros de al-Qaeda.
La lógica que indica que es necesario romper el círculo vicioso de la
violencia se ha manifestado a través del apoyo unánime de los miembros del
Consejo de Seguridad de la ONU al plan Annan. Nos molestan ciertas
declaraciones y acciones de algunos actores implicados en la crisis siria, que
prueban el interés de dichos actores en ver fracasar los esfuerzos del plan.
Entre esas declaraciones y actos se encuentran los llamados de la dirección del
Consejo Nacional Sirio (CNS) a favor de una intervención extranjera. ¿Cómo
podría ese tipo de declaraciones ayudar a quienes respaldan al CNS a reunir a
la oposición siria bajo su égida? Es algo que no nos parece nada claro.
Nosotros respaldamos la integración de la oposición siria únicamente sobre la
base de un diálogo político con el gobierno, de forma totalmente conforme al
plan Annan.
De manera casi cotidiana, Rusia sigue trabajando conjuntamente con las
autoridades sirias, estimulándolas a que acepten de forma integral los seis
puntos que propone Annan y a que renuncien a la ilusión de que la crisis
política siria acabará extinguiéndose por sí misma, de una u otra forma.
Trabajamos también junto a representantes de prácticamente todas las ramas de
la oposición siria. Tenemos la convicción de que si nuestros socios actúan bajo
esa misma perspectiva, sin móviles ocultos ni dobles raseros, es posible llegar
a un arreglo pacífico de la crisis siria. Tenemos que utilizar todo nuestro peso,
tanto ante el régimen como ante la oposición, para llevarlos a que interrumpan
las hostilidades y a que se sienten a la mesa de negociaciones. Consideramos
que es importante la aplicación colectiva de las iniciativas en ese sentido y
que se reúna una conferencia internacional de Estados directamente implicados
en la crisis siria. Teniendo en mente el mismo objetivo es que nos mantenemos
en estrecho contacto con Kofi Annan y con otros asociados.
Sólo actuando de esa manera lograremos evitar que el Oriente Medio se
vea sumido en un abismo de guerras y anarquía y podremos mantenernos del lado
correcto de la historia. Tenemos la certeza de que las demás fórmulas, las que
implican una intervención exterior en Siria, y que van desde el bloqueo de los
canales de televisión que algunos encuentran incómodos, hasta el aumento de las
entregas de armas a los grupos de oposición, e incluso posibles golpes aéreos,
no favorecerán la paz ni en ese país, ni en el conjunto de la región. Lo cual
significa que esas soluciones no serán justificadas por la historia.
*Canciller del gobierno ruso
Fuente: Contralínea 291
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