LENIN
Discurso
pronunciado -por STALIN- en una velada de los
alumnos de la escuela militar del Kremlin.
28 de enero de 1924.
Camaradas: Me
comunicaron que habíais organizado una velada en memoria de Lenin y
que estaba invitado como uno de los informantes. Considero que no es
preciso hacer una exposición sistematizada de las actividades de
Lenin. Creo que sería mejor circunscribirse a relatar varios hechos
que subrayan ciertas particularidades de Lenin como hombre y como
político. Quizás no haya relación interna entre estos hechos, pero
eso no puede ser óbice para que os hagáis una idea general de
Lenin. Sea como fuere, en este momento no puedo daros más de lo que
acabo de prometer.
El
águila de las montañas.
Conocí
a Lenin en 1903. Por cierto, este conocimiento no fue personal.
Nos conocimos por correspondencia. Pero ello me produjo una impresión
indeleble, que no se ha desvanecido en todo el tiempo que llevo
trabajando en el Partido. Me encontraba entonces en Siberia,
deportado. Al conocer la actuación revolucionaria de Lenin en los
últimos años de siglo XIX y, sobre todo, después de 1901, después
de la publicación de “Iskra"11, me convencí de que teníamos
en él a un hombre extraordinario. No era entonces a mis ojos un
simple jefe del Partido; era su verdadero creador, porque sólo él
comprendía la naturaleza interna y las necesidades imperiosas de
nuestro Partido. Cuando lo comparaba con los demás dirigentes de
nuestro Partido, me parecía siempre que los compañeros de lucha de
Lenin, Plejánov, Mártov, Axelrod y otrosestaban a cien codos por
debajo de él; que Lenin, en comparación con ellos, no era
simplemente un dirigente, sino un dirigente de tipo superior, un
águila de las montañas, al que era ajeno el miedo en la lucha y que
llevaba audazmente el Partido hacia adelante, por los caminos
inexplorados del movimiento revolucionario ruso. Esta impresión
había calado tan hondo en mi alma, que sentí la necesidad de
escribir de ello a un amigo íntimo, emigrado entonces en el
extranjero, pidiéndole su opinión. Al cabo de algún tiempo, cuando
ya me encontraba deportado en Siberia -era a fines de 1903-, recibí
una contestación entusiasta de mi amigo y, acompañándola, una
carta sencilla, pero de profundo contenido, escrita por Lenin, a
quien mi amigo había dado a conocer mi carta. La esquela de Lenin
era relativamente corta, pero contenía una crítica audaz, una
crítica valiente de la labor práctica de nuestro Partido, así como
una exposición magníficamente clara y concisa de todo el plan de
trabajo del Partido para el período próximo. Sólo Lenin sabía
escribir sobre las cuestiones más complejas con tanta sencillez y
claridad, con tanta concisión y audacia; en él, cada palabra, más
que palabra, es un disparo. Esta esquela sencilla y audaz me reafirmo
en el convencimiento de que en Lenin tenía nuestro Partido un águila
de las montañas. No puedo perdonarme el haber quemado aquella carta
de Lenin, lo mismo que muchas otras, siguiendo mi costumbre de viejo
revolucionario clandestino.
De
entonces datan mis relaciones con Lenin.
La
modestia.
Vi
por primera vez a Lenin en diciembre de 1905, en la Conferencia
bolchevique de Tammerfors (Finlandia). Esperaba ver al águila de las
montañas, al gran hombre de nuestro Partido, a un hombre no sólo
grande desde el punto de vista político, sino también, si queréis,
desde el punto de vista físico, porque me imaginaba a Lenin como a
un gigante apuesto e imponente. Cuál no sería mi decepción, cuando
vi a un hombre de lo más corriente, de talla inferior a la media y
que no se diferenciaba en nada, absolutamente en nada, de los demás
mortales...
Es
costumbre que los “grandes hombres” lleguen tarde a las
reuniones, para que los asistentes esperen su aparición con el
corazón en suspenso; además, cuando va a aparecer el “gran
hombre”, los reunidos se advierten: “¡Chist..., silencio..., ahí
viene!”. Este ceremonial no me parecía superfluo, pues impone,
inspira respeto. Cuál no sería mi decepción, cuando supe que Lenin
había llegado a la reunión antes que los delegados y que, metido en
un rincón, platicaba del modo más sencillo y natural con los
delegados más sencillos de la Conferencia. No oculto que esto me
pareció entonces una infracción de ciertas normas imprescindibles.
Sólo
más tarde comprendí que esta sencillez y esta modestia de Lenin,
este deseo de pasar inadvertido o, en todo caso, de no llamar la
atención, de no subrayar su alta posición, que este rasgo
constituía una de las mayores virtudes de Lenin como jefe nuevo de
las masas nuevas, de las sencillas y corrientes masas de las “capas
bajas” más profundas de la humanidad.
La
fuerza de la lógica.
Admirables
fueron los dos discursos que Lenin pronunció en esta Conferencia:
sobre el momento y sobre la cuestión agraria. Por desgracia, no se
han conservado. Fueron unos discursos inspirados, que Lenin
arrebataron de clamoroso entusiasmo a toda la Conferencia. La
extraordinaria fuerza de convicción, la sencillez y la claridad de
los argumentos, las frases breves e inteligibles para todos, la falta
de afectación, de gestos aparatosos y de frases efectistas, dichas
para producir impresión; todo ello distinguía favorablemente los
discursos de Lenin de los discursos de los oradores “parlamentarios”
habituales.
Pero
no fue este aspecto de los discursos de Lenin lo que me cautivó
entonces. Me subyugó la fuerza invencible de su lógica, que, si
bien era algo seca, dominaba al auditorio, lo electrizaba poco a poco
y después, como suele decirse, hacía que se le rindiera
incondicionalmente. Recuerdo que muchos de los delegados decían: “La
lógica en los discursos de Lenin es como unos tentáculos
irresistibles que le atenazan a uno por todos lados y de los que no
hay modo de zafarse: hay que rendirse o disponerse a sufrir un
fracaso rotundo”.
Creo
que esta particularidad de los discursos de Lenin es el lado más
fuerte de su arte oratorio.
Sin
lloriqueos.
Vi
a Lenin por segunda vez en 1906, en el Congreso de Estocolmo de
nuestro Partido12. Es sabido que en este Congreso los bolcheviques
quedaron en minoría y sufrieron una derrota. Por vez primera vi a
Lenin en el papel de vencido. No se parecía ni en un ápice a esos
jefes que, después de una derrota, lloriquean y se desaniman. Al
contrario, la derrota convirtió a Lenin en la personificación de la
energía, que impulsaba a sus partidarios a nuevos combates, a la
victoria futura. He dicho la derrota de Lenin. Pero ¿qué derrota
fue aquélla? Había que ver a los adversarios de Lenin, a los
vencedores del Congreso de Estocolmo, a Plejánov, a Axelrod, a
Mártov y a los demás: se parecían muy poco a verdaderos
vencedores, porque Lenin, con su crítica implacable del menchevismo,
no les dejó, como suele decirse, hueso sano. Me acuerdo que nosotros
los delegados bolcheviques, agrupándonos en torno suyo, mirábamos a
Lenin, pidiéndole consejo. Los discursos de algunos delegados
dejaban traslucir el cansancio, el desaliento. Me acuerdo que Lenin,
contestando a aquellos discursos, dijo mordaz, entre dientes: “No
lloriqueéis, camaradas; venceremos sin duda alguna, porque tenemos
razón”. Del odio a los intelectuales llorones, de la fe en las
fuerzas propias, de la fe en la victoria: de esto nos habló entonces
Lenin. Se advertía que la derrota de los bolcheviques era pasajera,
que los bolcheviques habían de vencer en un porvenir próximo.
“No
lloriquear en caso de derrota”: éste es el rasgo peculiar de la
actividad de Lenin que le ayudó a agrupar en torno suyo un ejército
incondicionalmente fiel a la causa y con fe en su propia fuerza.
Sin
presunción.
En
el Congreso siguiente, celebrado en Londres13 en 1907, fueron los
bolcheviques quienes salieron vencedores. Entonces vi por primera vez
a Lenin en el papel de vencedor. Generalmente, la victoria embriaga a
cierta clase de jefes, los llena de vanidad, los hace presuntuosos.
En tales casos, se ponen las más de las veces a cantar victoria y se
duermen en los laureles. Pero Lenin no se parecía ni en un ápice a
esta clase de jefes. Al contrario, precisamente después de la
victoria ponía de manifiesto una vigilancia y una prudencia
particulares. Recuerdo que Lenin repetía entonces con insistencia a
los delegados: “Lo primero es no dejarse deslumbrar por la victoria
y no envanecerse de ella; lo segundo, consolidar el éxito obtenido;
lo tercero, rematar al enemigo, porque sólo está batido y dista aún
mucho de haber sido rematado”. Se burlaba, mordaz, de los delegados
que afirmaban, a la ligera: “Se ha acabado para siempre con los
mencheviques”. A él le fue fácil demostrar que los mencheviques
tenían todavía raíces en el movimiento obrero y que había que
combatirlos con habilidad, evitando por todos los medios la
sobreestimación de las fuerzas propias y, sobre todo, el menosprecio
de las fuerzas del enemigo.
“No
envanecerse de la victoria”: éste es el rasgo peculiar del
carácter de Lenin que le permitía medir con ponderación las
fuerzas del enemigo y poner al Partido a salvo de cualquier
eventualidad.
La
fidelidad a los principios.
Los
jefes de un partido no pueden menospreciar la opinión de la mayoría
de su partido. La mayoría es una fuerza que un jefe no puede dejar
de tener en cuenta. Lenin lo comprendía tan bien como cualquier otro
dirigente del Partido. Pero Lenin nunca fue prisionero de la mayoría,
sobre todo cuando la mayoría no se apoyaba en una base de
principios. Hubo momentos en la historia de nuestro Partido en los
que la opinión de la mayoría o los intereses momentáneos del
Partido chocaban con los intereses fundamentales del proletariado. En
tales casos, Lenin, sin vacilar, se ponía resueltamente al lado de
los principios, en contra de la mayoría del Partido. Es más; en
tales casos no temía luchar, literalmente, solo contra todos,
estimando, como decía a menudo, que "una política de
principios es la única política acertada”. A este respecto, son
particularmente característicos los dos hechos siguientes:
Primer
hecho. Período de 1909-1911, cuando el Partido,
derrotado por la contrarrevolución, estaba en plena disgregación.
Era un periodo de falta de fe en el Partido, un período en que no
sólo los intelectuales, sino también parte de los obreros,
desertaban en masa del Partido, un período en que se rechazaba toda
actividad clandestina, un período de liquidacionismo y
desmoronamiento. No sólo los J. Stalin mencheviques, sino también
los bolcheviques, estaban divididos entonces en numerosas fracciones
y tendencias, en su mayoría desvinculadas del movimiento obrero. Es
sabido que fue precisamente en aquel periodo cuando nació la idea de
liquidar por completo las actividades clandestinas del Partido y
organizar a los obreros en un partido legal; liberalstolipiniano.
Lenin fue entonces el único que no se dejó ganar por el contagio
general y que mantuvo en alto la bandera de la lucha en pro del
Partido, reuniendo con una paciencia asombrosa, con un tesón sin
precedentes las fuerzas del Partido, dispersas y desechas,
combatiendo todas las tendencias hostiles al Partido en el seno del
movimiento obrero, defendiendo al Partido con un valor extraordinario
y una perseverancia inaudita.
Es
sabido que, más tarde, Lenin salió vencedor de aquella lucha por el
Partido.
Segundo
hecho. Período de 1914-1917, en plena guerra
imperialista, cuando todos los partidos socialdemócratas y
socialistas, o casi todos llevados por la embriaguez patriotera
general, se habían puesto al servicio del imperialismo de sus
respectivos países. Era el periodo en que la II Internacional
inclinaba sus banderas ante el capital en que incluso hombres como
Plejánov, Kautsky, Guesde, etc., no resistieron a la oleada de
chovinismo. Lenin fue entonces el único o casi el único, que
emprendió la lucha decidida contra el socialchovinismo y el
socialpacifismo, puso al desnudo la traición de los Guesde y de los
Kautsky y estigmatizó la actitud equívoca de los “revolucionarios”
que nadaban entre dos aguas. Lenin comprendía que sólo le seguía
una minoría insignificante, pero esto no tenía para él una
importancia decisiva, porque sabía que la única política acertada,
a la que pertenece el porvenir, es la del internacionalismo
consecuente; porque sabía que una política de principios es la
única política acertada.
Sabido
es que también en aquella lucha por una nueva Internacional, Lenin
resultó vencedor.
“Una
política de principios es la única política acertada”: ésta es
precisamente la fórmula que ayudaba a Lenin a tomar por asalto
nuevas posiciones “Inexpugnables”, ganando para el marxismo
revolucionario a los mejores elementos del proletariado.
La
fe en las masas.
Los
teóricos y los jefes de partido que conocen la historia de los
pueblos y que han estudiado detalladamente, desde el principio hasta
el fin, la historia de las revoluciones, parecen a veces una
enfermedad indecorosa. Esta enfermedad se llama temor a las masas,
falta de fe en la capacidad creadora de las masas. A veces, esa
enfermedad origina cierta actitud aristocrática de los jefes hacia
las masas, poco iniciadas en la historia de las revoluciones, pero
llamadas a destruir lo viejo y a construir lo nuevo. El temor a que
los elementos puedan desencadenarse, a que las masas puedan “hacer
demasiados estropicios”, el deseo de representar el papel de ayas
que se esfuerzan por instruir a las masas de un modo libresco pero
que no quieren aprender de las masas; tal es el fondo de semejante
actitud aristocrática. Lenin era la antítesis de semejantes
jefes. No conozco a ningún revolucionario que haya tenido una fe
tan profunda en las fuerzas creadoras del proletariado y en el
acierto revolucionario de su instinto de clase como la que tenía
Lenin. No conozco a ningún revolucionario que haya sabido flagelar
tan implacablemente a los presuntuosos críticos del “caos de la
revolución” y de la “bacanal de los actos arbitrarios de las
masas” como los flagelaba Lenin. Recuerdo que, en una conversación,
Lenin replicó sarcásticamente a un camarada, que había dicho que
“después de la revolución debía establecerse un orden normal”:
“Malo es que quienes desean ser revolucionarios olviden que el
orden más normal en la historia es el orden de la revolución”.
De
aquí su desdén hacia todos los que miraban a las masas por encima
del hombro e intentaban instruirlas de un modo libresco. Por eso,
Lenin enseñaba incansablemente que había que aprender de las masas,
comprender el sentido de sus acciones, estudiar atentamente la
experiencia práctica de su lucha.
La
fe en las fuerzas creadoras de las masas tal era el rasgo peculiar de
la actividad de Lenin que le permitía comprender el sentido del
movimiento espontáneo de las masas y orientarlo por el cauce de la
revolución proletaria.
El
genio de la revolución.
Lenin
había nacido para la revolución. Fue realmente el genio de los
estallidos revolucionarios y el gran maestro en el arte de la
dirección revolucionaria. Nunca se sentía tan a gusto, tan
contento, como en la época de las conmociones revolucionarias. Con
esto no quiero decir de ninguna manera, que Lenin aprobaba toda
conmoción revolucionaria o que se pronunciara siempre y en cualquier
circunstancia a favor de los estallidos revolucionarios. De ningún
modo. Quiero decir solamente que nunca la clarividencia genial de
Lenin se manifestaba con tanta plenitud, con tanta precisión, como
durante los estallidos revolucionarios. En los días de virajes
revolucionarios, parecía, literalmente, un hombre nuevo, se
convertía en un vidente, intuía el movimiento de las clases y los
zigzags probables de la revolución, como si los leyese en la palma
de la mano. Con razón se decía en el Partido: “Ilich sabe nadar
entre las olas de la revolución como el pez en el agua”.
De
aquí la “asombrosa” claridad de las
consignas tácticas de Lenin y la “vertiginosa” audacia de
sus planes revolucionarios.
Me
vienen a la memoria dos hechos que subrayan particularmente esta
peculiaridad de Lenin.
Primer
hecho. Período en vísperas de la Revolución de
Octubre, cuando millones de obreros, campesinos y soldados, empujados
por la crisis en la retaguardia y en el frente, exigían la paz y la
libertad; cuando el generalato y la burguesía preparaban una
dictadura militar para hacer la “guerra hasta el fin”; cuando
toda la sedicente “opinión pública” y todos los sedicentes
“partidos socialistas” estaban contra los bolcheviques y los
calificaban de “espías alemanes”; cuando Kerenski intentaba
hundir al Partido Bolchevique en la ilegalidad y ya lo había
conseguido en parte; cuando los ejércitos, todavía poderosos y
disciplinados, de la coalición austroalemana se alzaban frente a
nuestros ejércitos cansados y en estado de descomposición, y los
“socialistas” de la Europa Occidental seguían, tranquilamente,
en bloque con sus gobiernos, para hacer “la guerra hasta la
victoria completa”...
¿Qué
significaba desencadenar una insurrección en aquel momento?
Desencadenar una insurrección en tales condiciones, era jugárselo
todo. Pero Lenin no temía el riesgo, porque sabía y veía con su
mirada clarividente que la insurrección era inevitable, que la
insurrección vencería, que la insurrección en Rusia prepararía el
final de la guerra imperialista, que la insurrección en Rusia
pondría en movimiento a las masas exhaustas del Occidente, que la
insurrección en Rusia transformaría la guerra imperialista en
guerra civil, que de esta insurrección nacería la República de los
Soviets, que la República de los Soviets serviría de baluarte al
movimiento revolucionario en el mundo entero.
Sabido
es que aquella previsión revolucionaria de Lenin había de cumplirse
con una exactitud sin igual.
Segundo
hecho. Primeros días después de la Revolución de
Octubre, cuando el Consejo de Comisarios del Pueblo intentaba obligar
al faccioso general Dujonin, el Comandante en Jefe, a suspender las
hostilidades y entablar negociaciones con los alemanes a fin de
concertar un armisticio. Recuerdo como Lenin, Krilenko (el futuro
Comandante en Jefe) y yo fuimos al Estado Mayor Central, en
Petrogrado, para ponernos en comunicación con Dujonin por cable
directo. Era un momento angustioso. Dujonin y el Cuartel General se
habían negado categóricamente a cumplir la orden del Consejo de
Comisarios del Pueblo. Los mandos del ejército se encontraban
enteramente en manos del Cuartel General. En cuanto a los soldados se
ignoraba lo que diría aquel ejército de catorce millones de
hombres, subordinado a las llamadas organizaciones del ejército, que
eran hostiles al Poder de los Soviets. En el mismo Petrogrado, como
es sabido se gestaba entonces la insurrección de los cadetes. Además
Kerenski avanzaba en tren de guerra sobre Petrogrado. Recuerdo que,
después de un momento de silencio junto al aparato, el rostro de
Lenin se ilumino de una luz extraordinaria. Se veía que Lenin había
tomado ya una decisión. “Vamos a la emisora de radio -dijo Lenin-;
nos prestará un buen servicio: destituiremos, por orden especial, al
general Dujonin, nombraremos Comandante en Jefe al camarada Krilenko
y nos dirigiremos a los soldados por encima de los mandos,
exhortándoles a aislar a los generales, a cesar las hostilidades, a
entrar en contacto con soldados austro-alemanes y a tomar la causa de
la paz en sus propias manos”.
Era
un “salto a lo desconocido”. Pero Lenin no tenía miedo a aquel
“salto”; al contrario, iba derecho a él, porque sabía que
el ejército quería la paz y que la conquistaría barriendo todos
los obstáculos puestos en su camino, porque sabía que aquel modo de
establecer la paz impresionarla, sin duda alguna, a los soldados
austro-alemanes y daría rienda suelta al anhelo de paz en todos los
frentes, sin excepción.
Es
saludo que también esta previsión revolucionaria de Lenin había de
cumplirse con toda exactitud.
Clarividencia
genial, capacidad de aprender y adivinar rápidamente el sentido
interno de los acontecimientos que se avecinaban: éste era el rasgo
peculiar de Lenin que le permitía elaborar una estrategia acertada y
una línea de conducta clara en los virajes del movimiento
revolucionario.
Publicado
el 12 de febrero de 1924 en el núm. 34// de “Pravda”. // OBRAS,
TOMO VI (1924) / J. Stalin / Edición: Lenguas
extranjeras, Moscú 1953./ Lengua:
Castellano.
/ Digitalización:
Koba.//
Distribución:
http://bolchetvo.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario